Vivía en las cercanías de Guamote un hombre extranjero y hosco que vivía de alquilar su caballo negro con brillos rojizos.
De vez en cuanto se presentaba en la entonces aldea de Riobamba a pedir limosna pero no en nombre de Dios como era la costumbre de la época. Apenas decía: ¿Habrá un pan? ¿Habrá un real?
Lo peor sucedió durante la misa solemne en honor a San Pedro, patrón del asentamiento. En el momento que el sacerdote levantaba la hostia, el ermitaño de Guamote la arrebató de las manos y la arrojó al suelo. “Ya veremos si volvéis a consagrar otra vez”, vociferó mientras trataba de herir al cura con un cuchillo.
Ante tal desacato, los caballeros blandieron sus espadas y ajusticiaron al extranjero. Las investigaciones posteriores concluyeron que el individuo era un fanático, un luterano, que pensaba cumplir con un deber de conciencia al profanar el sacramento.
Al enterarse de los hechos, Lope Diez de Armendáriz, presidente de Quito, ordenó que el cadáver del sacrílego fuese incinerado, lo cual se cumplió.
El Rey de España también se enteró de lo sucedido y como recompensa a la fidelidad religiosa concedió un escudo de armas que inmortalizaba el hecho.
Personalidades como Juan de Velasco y Federico González Suárez, recogen y reseñan los acontecimientos narrados.
¿Qué se escondía detrás del sacrilegio?
Hace ocho años, el periodista e investigador Juan Carlos Morales Mejía presentó en la obra “Riobamba: del Luterano al terremoto” una nueva versión de los hechos reseñados anteriormente. En ella se devela el juego de intereses de acomodados habitantes de la Villa y se descubre la historia del hombre que simbólicamente permanece asesinado en nuestro escudo de armas.
Morales acudió al trabajo de Laura Pérez de Oleas Zambrano, publicado en “Museo Histórico” (órgano de difusión del Museo de Quito) en 1953.
Entre 1571 y 1575, en las colonias españolas como en todo el mundo occidental, estaba instaurado el poder de la Religión Católica, que había encontrado en la Santa Inquisición el aparato coercitivo para evitar prácticas consideradas como frutos del demonio y la hechicería.
La persecución avanzó hasta quienes no practicaban la misma religión, aún más cuando estaba fresca la Reforma causada por el rebelado fraile Martín Lutero. De ahí que su nombre era oído con horror y como símbolo del sacrilegio.
Parte de la tragedia del médico austriaco Sibelius Luther, fue precisamente tener un apellido similar al de aquel fraile considerado maldito. De Luther, el apelativo pasó fácilmente a Luterano.
El extranjero apareció en Guamote, y desde el principio llamó la atención porque gustaba de recolectar flores, plantas e insectos, los cuales guardaba cuidadosamente en una caja. Siempre se lo veía acompañado de un perro y de un caballo negro con destellos rojizos.
Lo poco que se sabía de él era terrible, pues había huido de Hungría, tras un crimen pasional del cual fue víctima su propio hermano. Como una forma de purgar sus penas, dedicó su labor científica a curar a los indígenas y menesterosos. Pronto fue conocido como “Padre Blanco” entre ellos.
La veneración que inspiraba Luther entre los indígenas no fue bien vista por el cura del Corregimiento, Horacio Montalván, quien prohibió que le vendieran productos y conversaran con él.
Luther recorrió por mucho tiempo la aldea, pero no pudo conseguir pan, leche, vino, harina o siquiera un vaso de agua. Su ánimo cambió considerablemente y su presencia se fue desgastando.
Un día se acercó a un merendero y solicitó un poco de pan. La mujer que atendía se indignó ante la sequedad y le exigió que pidiera en nombre de Dios. Luther se negó a hacerlo y desde entonces fue considerado un blasfemo que renegaba de Dios.
Lo sucedido trascendió en todo el pueblo y llegó a oídos del cura Montalván, quien decretó la excomunión del extranjero. Pero no fue todo, un día al encontrarlo, ordenó su arresto para ser juzgado por el Santo Oficio. Tras una bofetada, Luther firmó su sentencia de muerte al vociferar: “Ave agorera… Algún día cortaré esas manos que se levantan injustas sobre mí”.
El médico logró escapar y se internó en lo profundo de las cuevas. Allí terminó de desquiciarse.
Durante la misa del 29 de junio de 1575, cuando la iglesia lucía abarrotada de fieles, un hombre cubierto con una capa negra avanzó silenciosamente hasta el altar y en el momento que el cura Montalván pretendía consagrar lo atacó. Era Sibelius Luther, quien pretendía cortar las manos del sacerdote. “Nunca más volverás a ultrajarme ni a consagrar con esa mano maldita”, dijo.
Los asistentes impidieron que se concretara la acción y sacaron sus espadas para victimar al Luterano.
El presidente de la Real Audiencia, don Lope Diez Auz de Armendáriz, ordenó que el cadáver fuera puesto en la horca un día, que se le arrancara la lengua, y que luego fuera incinerado. Así se hizo, pero los indios se encargaron de recoger las cenizas en una vasija para luego enterrarla muy hondo en las cercanías de la Laguna de Colta, para que el Padre Blanco nunca los abandonara. Y ya conocemos la orden real para la asignación del escudo de armas.
Hasta aquí los hechos, contados a la luz de nuevos datos. Morales Mejía argumenta que el asesinato del “Luterano” se fue consolidando como un imaginario colectivo para solicitar a España la categoría de villa.

El maestro universitario César Herrera Paula ha recopilado una serie de leyendas y tradiciones de nuestra provincia. Una de ellas es la que contamos a continuación.
En San Gerardo, población del cantón Guano, muy cerca de la ciudad de Riobamba, Juan trabajaba en un lugar muy distante del centro parroquial. Para llegar debía atravesar un bosque; salía de su casa a las 8 de la mañana y retornaba a las 8 de la noche.
Cierta ocasión mientras volvía, creyó escuchar pasos. No dio importancia, pero más allá escuchó una voz ronca que le dijo:
– No mire atrás… únicamente dame tu cigarrillo.
Así lo hizo y prosiguió su recorrido. Al día siguiente llevó una cajetilla y la voz nuevamente se dejó escuchar.
De reojo observó que se trataba de un hombre muy pequeñito, portaba un látigo en su mano, y llevaba en su cabeza un sombrero muy grande.
Juan se asustó y corrió desesperadamente. Al llegar a casa comentó lo sucedido y su madre le aconsejó llevar siempre un crucifijo.
Así lo hizo y al día siguiente, el hombrecillo no le pidió cigarrillos sino que empezó a castigarle con el látigo.
Juan sacó de su camisa el crucifijo y el enano se esfumó como por encanto.
Esta aparición y otras similares hicieron entender que se trataba del Duende de San Gerardo.

El cementerio es un lugar de angustia, nostalgia y también de amores mutilados. Es, en su silencio implacable, donde se mimetizan las energías de miles de personas y se esconden las vivencias de la vida y la muerte.

Si pudieran hablar las estatuas del camposanto, si aprendiéramos a sintonizar las ondas que circundan, seguramente se hilvanarían imágenes mentales y auditivas para contar historias.

Como esta que apenas logro descifrar entre murmullos…

Es la historia de amor de un par de forasteros que sucedió por los primeros años del siglo pasado.

Eran esposos y habían llegado a Riobamba para cumplir con una cruzada de acción social. Compartían todo: amor, pasión por la lectura, dedicación por causas nobles. Parecía que nada podría interrumpir ese período de dicha que disfrutaban, salvo…

Un quebranto de salud que comenzó por socavar el ánimo de Elizabeth y que luego consumió totalmente su vida.

Jozef no podía creer la magnitud de su desgracia. ¿Cómo seguir viviendo sin ella?

No encontró consuelo. Días enteros pasó aferrado a las varillas que adornaban la tumba de Elizabeth.

El transcurso de los meses no menguó el dolor. Cuando se cumplió el plazo para volver a su país, Jozef no quiso emprender el viaje y abandonar los restos de su esposa.

Desde entonces, todos los días, el extranjero acudía con una silla hasta la tumba de su mujer.

Ahí permanecía horas y horas, “conversando” con ella o simplemente leyendo un libro.

El tiempo pasó y una tarde llegó la muerte como una bendición. Se cumplió la aspiración de juntarse con su amada en el más allá.

Los guardianes del cementerio, testigos de la diaria visita de Jozep, decidieron colocar la silla en la misma tumba, como recuerdo de ese entrañable e indestructible sentimiento.

Y aún ahora se encuentra en el sitio contando silenciosamente esta historia.
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